Quise traer un reflexión sobre los milagros de sanidad y me encontré con las palabras del pastor Ricardo Gondim que no tienen desperdicio, bendiciones.
¿Dónde está el milagro?
por Ricardo Gondim
Estudio en el programa de maestría de la Universidad Metodista de San Pablo. Al lado del Edificio Capa, donde cursamos la carrera, está la Clínica de Fisioterapia; allí, a cada instante, estacionan junto a la acera diferentes vehículos con portadores de discapacidades motoras –parálisis cerebral, paraplejía y cuadriplejía-. Cuando llegan, no es posible evitarlos. Aunque algunos alumnos intenten dar vuelta el rostro, ciertamente abrumados, brilla la nobleza resiliente de las madres que cargan sus niños en brazos y que, aun arrastrando los pies, mantienen su dignidad.
Todavía no me atreví a entrar en la clínica, pero me imagino la abnegación de médicos, enfermeras y fisioterapeutas; hasta veo el sudor goteando y las manos agarrando barras paralelas y aros con sacrificio. Sé que allí dentro la vida sigue a un son diferente.
Aquel entrar y salir de discapacitados debe haber sido el responsable de terminar con mi encanto por las charlatanerías de los milagreros, pues ya no me asombran los testimonios de sanidad que la televisión y la radio anuncian constantemente.
Sinceramente no me intrigan las declaraciones de que serán sanados “por la fe” todos los enfermos que acudan a “la vigilia de los lunes”, o a “la campaña de los 348”, o “la cruzada pro evangelización del mundo”.
La Iglesia Presbiteriana de Fortaleza fue mi cuna religiosa. En mis primeros pasos poco hablábamos de sanidad ya que éramos “tradicionales”, una versión “light” aunque fundamentalista del evangelicalismo. Cuando surgía algún enfermo en nuestra comunidad repetíamos que el verdadero creyente no se resigna, sino que pide: “sea hecha tu voluntad”.
Luego de pasar por una experiencia pentecostal y hablar en lenguas (técnicamente llamada glosolalia), me volví un pentecostal de pura cepa. Asistí a muchas conferencias sobre sanidad divina; dos de ellas auspiciadas por Morris Cerillo, en Londres y San Diego. Fui evangelista asociado de la Cruzada Buenas Nuevas, del misionero Bernhard Johnson. Fui el intérprete de Jimmy Swaggart en su gira por Brasil, en los estadios Morumbi y Maracanã; Swaggart creía y hablaba de los milagros aunque no era propiamente un predicador de sanidad divina.
Por lo tanto, no soy un neófito ni un incrédulo en lo que concierne a lo trascendente. Sé todos los versículos, conozco todos los razonamientos que fundamentan la lógica de buscarse una solución sobrenatural para las enfermedades. Nadie necesita convertirme a ese embrollo. Sé citar Isaías 53, Marcos 16, 1º Corintios 12 y tantos otros textos.
Sucede que el dolor del mundo me alcanzó en la vereda de una clínica de fisioterapia; allí se expuso la angustia de millones de madres y mi corazón se cerró a las antiguas lógicas milagreras.
Aunque me sienta inclinado a creer en los predicadores de la sanidad divina, recuerdo que multitudes de niños y niñas morirán de VIH/Sida en países como Congo, África del Sur, Mozambique y Angola. Cuando soy tentado a ser condescendiente con los Cerullo, los Benny Hinn y los R.R. Soares de la vida, con sus interpretaciones literales de la Biblia, recuerdo el malestar que muchos pacientes pueden estar sintiendo en aquel preciso momento como consecuencia de una quimioterapia.
Cuando escucho promesas de milagros a granel, pregunto ¿quién ayudará a la adolescente que no tiene novio porque nació con un trastorno genético que la desfiguró?
Mi cuestionamiento es: los religiosos deberían querer lidiar con el mundo real que necesita de grandes intervenciones, no de panaceas. Un ministro del evangelio no tiene derecho de predicar que “en teoría” todos serán sanados y luego mostrar indiferencia ante aquellos que no recibieron su milagro diciendo que les faltó fe.
El cristiano verdadero debe buscar intervenciones divinas donde el sufrimiento se muestra más agudo. Yo me dispongo a ayudar a cualquier evangelista que tenga el valor para estar de guardia en la acera de la Universidad Metodista. Voy a buscarlo y prometo interceder a su lado. Sinceramente deseo que los más afectados vuelvan a casa saltando de alegría.
De antemano sé que nadie vendrá. La mayoría está interesada en propagandear prodigios con el propósito de prosperar en sus emprendimientos religiosos. Si acaso creyeran en las interpretaciones que hacen de la Biblia, se arrodillarían en los pasillos de las clínicas de cáncer infantil, en los centros de hemodiálisis y en las salas de infectología de los grandes hospitales.
Necesitamos otras respuestas para el sufrimiento humano; los presupuestos de esos evangelistas que anuncian la sanidad con tanto alarde no abarcan la complejidad del sufrimiento universal.
Propongo que los prodigios del evangelio sean otros; que la presencia de Dios se revele en el servicio, en el amor solidario y la compasión. Que las manos y los pies de Dios sean las manos y los pies de los que no huyen del dolor ajeno. No conozco a los profesionales dedicados de aquella clínica de fisioterapia, sin embargo tengo la seguridad que todos encarnan la posibilidad de un milagro.
Soli Deo Gloria.
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